"Uno puede ser partidario de la electricidad sin ser
partidario de la silla eléctrica", apunta con tino Savater. También, cabe
añadir, se podría ser partidario de la televisión… sin ser un entusiasta de
todas sus derivas.
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¿Pero sobre quién han de recaer más metafóricas collejas cuando las cosas se hacen mal?
¿Sobre quien programa lo infumable… o sobre quien decide fumárselo de todas
todas? O dicho de otra forma: a quién corresponde más culpa, ¿a la oferta o a
la demanda?, ¿a las cadenas o a los telespectadores?
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Partamos de lo obvio (las obviedades, para que no sean
obviadas, a veces corresponde recordarlas): quien decide emitir algo es
responsable de aquello que se emite. Responsable para bien o para mal. Para ser
acreedor de aplausos o convertirse en merecedor de abucheos. Responsable por
antonomasia.
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Y ante esa premisa, sirven de poco los pretextos. Excusa
resulta apelar al presupuesto disponible (los limitados recursos económicos no
obligan a la putrefacción), y subterfugio es escudarse en que “la audiencia lo
demanda” (que detrás de unos contenidos haya públicos mayoritarios o
minoritarios es un condicionante cuantitativo: ni guarda conexión directamente
proporcional con lo cualitativo, ni merma un ápice la responsabilidad de quien
decidió programar esto o aquello).
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Una vez establecida esa primera y más básica
responsabilidad (aquella que corresponde a la oferta), el catálogo de
complicidades resulta nutrido. Y desde luego, entre esos cómplices, la demanda
contribuirá a que los estándares de calidad crezcan o mermen.
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Una ciudadanía crítica y comprometida no dará su
confianza a unos informativos manifiestamente sectarios (vaya el sectarismo en
la dirección que vaya). Una ciudadanía exigente e inconformista, por ejemplo,
tampoco otorgará su respaldo a un entretenimiento audiovisual grimoso y
chabacano.
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Cuando la demanda eleva su listón de exigencia, la oferta
(aunque solo fuese por razones de supervivencia empresarial) se ve instada a
aumentar también sus umbrales. Como cabe deducir, la dinámica se retroalimenta
en una u otra dirección (círculo vicioso o círculo virtuoso); pero no conviene
equiparar todas las responsabilidades que confluyen.
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Supongamos: detrás de un espacio sexista, xenófobo,
estúpido, falaz, insidioso, tergiversador, lo que sea… existe un programador
que decidió apostar por el sexismo, la xenofobia, la estupidez, la falacia, la
insidia o la tergiversación. Punto. A partir de ahí, qué duda cabe, existirán
espectadores cómplices de todo lo dicho y espectadores que se apartan de tales
manejos; pero eso jamás hará eludir la mayúscula responsabilidad de ese
determinado programador.
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“Miente
quien al público juzga en vano, pues si dándole paja, come paja; siempre que se
le da grano, come grano”. Así lo señala Iriarte. La reflexión del fabulista no es
ley universal (el “grano” a veces se queda en el plato sin comer), pero buena
parte de su apunte sigue conservando vigencia.
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Artículo publicado en Zapping Magazine, nº 7, 27-3-2012, p. 35.