Los dictadores (y Franco lo ha sido) no debieran ser homenajeados. Sin embargo, muchas veces los tiranos han quedado presentes en obras cuya valía histórico-artística no posibilita erradicar su huella. Toca dirimir, pues, entre aquello que simplemente sea torticero escombro y aquello que encarne un valor a conservar. Y esa decisión, que debiera sustentarse en criterios técnicos y profesionales, no resulta apropiado dejarla en manos del mero vaivén partidista.
Aunque Salamanca cuenta con problemas bastante más acuciantes que el devenir del medallón de Franco, hay ciudadanía inquieta y movilizada por el tema. Por ello, reproduzco en este artículo la respuesta que alguna vez ya he dado cuando me han preguntado por la cuestión en las redes sociales. Junto al párrafo inicial que pudiera servir como somera síntesis, optaré por enumerar unas cuantas apreciaciones añadidas:
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1. Franco merece lo que debiera corresponderle a todos los tiranos: conocimiento y desprecio. Necesitamos lo primero (conocer en profundidad la putrefacción que encarnan los autócratas) para poder justificar lo segundo (el completo repudio a su ignominia).
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2. Ante los regímenes represores, corresponde dejar atrás toda tentación sectaria y maniquea. Algunos se afanan en condenar tan solo a determinados dictadores, mientras que miran para otro lado ante las atrocidades de aquellos que les son ideológicamente afines. Esas condenas `selectivas´ son una perversa e inmoral costumbre.
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3. Que seamos conscientes de la vileza de déspotas y totalitarios no obligatoriamente implica borrar todo su rastro. Sirva como ejemplo: se conserva el campo de concentración y exterminio de Auschwitz por lo que de pedagógico encierra, no porque se esté así rindiendo tributo al nazismo.
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4. La ciudadanía merece un conocimiento histórico lo más exhaustivo y riguroso posible. Conocimiento que no puede ser confundido con las versiones acomodaticias a unos u otros intereses. Esa necesidad (discernir entre el auténtico conocimiento histórico y las proclamas propagandísticas de unos u otros) resulta extrapolable al tema abordado.
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5. Aquello que sea mero despojo merece un tratamiento bien distinto a esas obras que –aun teniendo en su origen una intencionalidad propagandística- encierran un valor artístico, histórico y testimonial. Allí donde haya una pieza valiosa (con valía por sí misma o por lo que representa para el conjunto en el que se incluye), sería muy irresponsable acudir con la maza a derribarla.
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6. No parece que el patrimonio monumental haya de verse condicionado por las veleidades partidistas de cada coyuntura. Resultaría muy preocupante que la desaparición de tal o cual obra, y la modificación de tal o cual edificio y espacio urbano, quedase en manos meramente de políticos. Tales operaciones podrían prestarse a muy peligrosas arbitrariedades.
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7. De tener que plantearse algún tipo de reajuste, añadido o supresión, esas decisiones debieran sustentarse en criterios técnicos. Evitaríamos así el riesgo de caprichosos y sesgados dictámenes. La propia historia de la Plaza Mayor ya evidencia medallones que desaparecieron en determinados periodos históricos (los bustos del rey Carlos IV y su esposa fueron erradicados durante la Revolución de 1868; al igual que ocurrió, durante la II República, con los bustos de Alfonso XII y su madre Isabel II).
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8. Muchos medallones de la Plaza es evidente que no se justifican desde el pedigrí democrático del personaje. Podrán ser otras razones las que den cuenta de su pertinencia, pero desde luego que no la talla cívica, ética y democrática de los retratados. Pongamos por caso: Fernando VI persiguió a los gitanos del reino, con el manifiesto empeño de extinguirlos. Su medallón reluce en la Plaza junto al resto, pero es obvio que su “Gran Redada” nada tiene de ejemplar. Y otra muestra: alguien como Fernando VII es la más preclara antítesis de todo cuanto suene a democracia, progreso, apertura, tolerancia, derechos y libertades. Pues bien, el rey Felón, soberano absolutista hasta la náusea, también ha sido medalloneado (su efigie se ubica en 2005, con motivo del 250 aniversario de la construcción de la Plaza).
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9. Si ya es triste que la Historia nos haya brindado a ciertos indeseables, extraigamos el único provecho que se puede extraer de la sevicia: aprender de ella para que no se repita. Aunque sea como mal menor, sirvan las encarnaciones del oprobio para aprender de las mismas; y sirvan las representaciones de la infamia para ahuyentar todo intento de que vuelvan a reproducirse.
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10. Al igual que le pasa a la mona con la seda, el tirano con medallón… tirano seguirá siendo. Que algunos sujetos liberticidas cuenten con su correspondiente bajorrelieve, por supuesto que no los convierte en dignos ni meritorios estadistas. Sólo teniendo claro el punto 1 con el que arrancaba esta enumeración (déspotas y sátrapas se merecen conocimiento y desprecio), el reseñado medallón podría llegar a ser `fotografía histórica´… y no `cartel publicitario´.
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[Artículo publicado en Tribuna de Salamanca, 14-3-2012].
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