Algunos estudiosos
indican que la corrupción que se vive en España es equiparable a la de otros
países de su entorno.
Vienen a decir que si nos pusiéramos a comparar cifras, índices, variables y
estadísticas, observaríamos un nivel “normal” de corrupción.
A mí me cuesta comprender este tipo de afirmaciones. No estoy
diciendo que quienes realizan ese diagnóstico estén justificando la corrupción.
Tan sólo muestro mi perplejidad, puesto que medir la cantidad de corrupción
no nos lleva al meollo del asunto.
Por una parte, porque la
cantidad de corrupción detectada
no nos clarifica la corrupción inadvertida. Pasa algo
parecido a lo que sucede con el narcotráfico: los alijos de droga requisados no son el todo de la mercancía entrante.
Pero a su vez, convendrá subrayar que lo prioritario no es lo cuantitativo (cuánta corrupción aflora), sino lo cualitativo (si funcionan o no los contrapesos democráticos que permiten detectar esa corrupción; y qué respuesta institucional y electoral se le brinda a la corrupción, una vez que ésta ha aflorado).
Pero a su vez, convendrá subrayar que lo prioritario no es lo cuantitativo (cuánta corrupción aflora), sino lo cualitativo (si funcionan o no los contrapesos democráticos que permiten detectar esa corrupción; y qué respuesta institucional y electoral se le brinda a la corrupción, una vez que ésta ha aflorado).
Dicho de otra forma. Dado que lo peor no es la corrupción,
sino su impunidad, la mayor alarma debiera brotar cuando constatemos (a) impunidad de origen, (b) impunidad penal y (c)
impunidad en las urnas:
(a) si en un país han sido erosionados
los mecanismos de control y vigilancia (los clásicos checks and balances que caracterizan a toda democracia que se
precie), habrá un
porcentaje alto de corrupción que ni siquiera llega a visualizarse;
(b) si en un país la corrupción acaba
saliendo gratis desde el punto de vista judicial, eso denotará el correspondiente deterioro
de las instituciones, eso denotará que falla la división de Poderes, eso
volverá a denotar, en definitiva, el mal funcionamiento del Estado de Derecho;
(c) si en un país la corrupción es votada
en las elecciones, eso evidenciará que parte de la ciudadanía ha querido hacerse cómplice de tales
manejos. La culpabilidad no será la misma, pero la responsabilidad (en tanto
que ciudadanos) nos alcanza a todos.
En consecuencia, cabe
desmontar esa supuesta “normalidad” que algunos atisban. Aunque el número de casos de
corrupción estuviera en parámetros “normales” (entre comillas); no puede ser “normal”
la existencia de agujeros negros en los que la corrupción resulte inescrutable;
y no puede ser “normal” que la corrupción resulte impune en los tribunales; y no
puede ser “normal” que la corrupción sea amparada por el partido en el que
surgió; y no puede ser “normal” que la corrupción sea votada con el bochornoso
alborozo que ha venido votándose. Esos
fenómenos paranormales de la política
han sucedido, desde luego, en España.
Hace unos años, Miguel
Lorente publicó un libro que lleva por título Mi marido me pega lo normal.
El título refleja ese testimonio de tantas y tantas mujeres que por desgracia
habían asumido el maltrato como algo natural y comprensible.
Igual que toca seguir
dando la batalla para que nunca (en modo alguno y bajo ninguna
circunstancia) pueda percibirse con “normalidad” la violencia machista; también
toca seguir dando esa otra batalla referida a la corrupción.
Frente a la idea de que “mi país se corrompe lo normal” (y “la
democracia se desmorona sin excesos”; y “el Estado de Derecho se derrumba… pero
poco”), frente a esas tristes renuncias,
también cabe algo más que dejadez, pasividad e indiferencia.
***
artículo difundido/publicado en esRadio y Tribuna de Salamanca (23 y 24 de septiembre de 2014).