Los nacionalismos, de un signo y otro, enseñan siempre su patita. El miedo a lo foráneo (a lo que ellos consideran "foráneo") suele ser nota común. Está en su tarro de los hedores.
Las elecciones en Cataluña nos han brindado múltiples ejemplos a este respecto. Los Laporta ya han alcanzado representación parlamentaria, los Anglada revolotean en el recibidor... Y puesto que la dinámica no es nueva, desde luego, el reaccionario discurso cuenta también con sus clásicos: desde los que van de malotes para así ganar puntos ante su claque (sirva Puigcercós como ejemplo), hasta los que van de moderadísimos estadistas, preocupaditos ellos ante las impurezas que pudieran suscitar los nacimientos extra-clan (Durán nos lo cuenta).
Y junto a todo este patio, claro, los que imitan los dejes nacionalistoides, aunque luego a veces digan arrepentirse: como cuando Montilla se cayó del caballo-tripartito, y comenzó a asegurar que quizá las multas lingüísticas no eran lo más apropiado... después de haberlas amparado en su mandato (qué bochorno, don José); o como cuando Sánchez-Camacho nos vino con el espontáneo error que se había producido en su videojuego. Su grimosa explicación está a la altura del grimoso artefacto (qué bochorno, doña Alicia). Ocurre algo parecido al espectáculo que ofreció en abril, cuando salió a explicar los xenófobos dípticos de García-Albiol: dípticos que ella misma estuvo distribuyendo, y dípticos ante los cuales nunca depuró ninguna responsabilidad (ni sobre sí misma ni sobre el susodicho concejal de Badalona).
Pues eso. Por aquí y por allá. Arriba y abajo. De esquerra a dreta. De las burdas y transparentes poses, a las formas que tratan de enmascararse en algún disimulo y paripé. De los partidos manifiestamente nacionalistas, a los que dicen no serlo, pero sin embargo imitan sus maneras, en aras de algún rédito electoralista... o algún emplazado intercambio que les permita tocar poder.
El tarro de los hedores está abierto. El tarro de los hedores... sigue destilando sus esencias.